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Hace escasamente un año terminaba Los Soprano y Dexter; me encontraba al mismo tiempo en la recta final de Breaking bad. Fue un verano seriéfilo como pocos ha habido en mi vida. Ahora me encuentro consumiendo los últimos capítulos existentes de Hannibal, otra producción que me entretuvo en su primera temporada y ha conseguido engancharme en su segunda entrega.
¿Qué une a todas estas series? Quizás sea la maldad: esa propensión del ser humano a cometer actos injustos, que dañan la integridad física y moral del prójimo, aun a sabiendas de la improcedencia de dichas acciones. Pero no todo es tan simple: hay diferentes maldades y distintos modos de ejecutar dichas acciones.

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Veamos. Tony Soprano fue –y siempre será– aquel grandullón que, desde el primer capítulo, nos advirtió que no se andaba con chiquitas: una deuda impagada con él podía suponer un fémur roto o una buena paliza a tiempo. Había que tener cuidado. Pero claro, no era una maldad gratuita: tenía su objetivo, el de servir de escarmiento, el de aleccionar; justamente como esos asesinatos en tiempos bélicos que servían para advertir de la inconveniencia de unirse a la secesión o a la revolución. Tony no sólo era maldad y por eso lo recordamos también: era un tipo que podía ser afable en ocasiones, podía lograr controlar sus pasiones; y, sobre todo, cuidar a su familia, tanto la biológica como la del trabajo. Sus dos familias lo eran todo para él y simbolizaban esos valores sólidos que tanto anhelaba en una sociedad que, según él, los estaba perdiendo.

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Dexter tampoco era tan malvado; es posible que lo fuera menos que nuestro querido Tony. Actuaba siempre bajo un código que en el primer capítulo nos mostró de forma transparente, el código que su padre le había testado para dar cabida a sus instintos asesinos. Otra cosa es que en la última temporada su código fuera aniquilado para poder cometer iniquidades de todo tipo. Su maldad se materializaba con un propósito claro: el de hacer justicia, su justicia; el de llegar adonde no podían hacerlo los cauces oficiales. Esos mismos cauces eran los que también transgredía alegremente Walter White con su similar empeño de proteger a su familia y de legarle una buena suma de dinero. Cierto es que la espiral de maldad y de malas acciones le llevaron por mal camino. Son tres personajes que parten de un código moral construido, elaborado por ellos y respetado hasta cierto punto; sin embargo, cuando deja de ser útil, es soslayado.
Ahora nos queda Hannibal, el personaje de Thomas Harris que nos cautivó –si es que puedo afirmar tal cosa– con las películas que de él se hicieron. Es el mismo Hannibal que ha regresado a la pequeña pantalla en forma de serie, una serie que está dando de qué hablar y que muestra, no ya la maldad de un caníbal reconocido por todos los públicos, sino el ambiente maligno que es capaz de crear en torno a él. Tal vez sea casualidad pero mis últimas lecturas sobre el “oscuro carisma” de Hitler, las memorias de Sebastian Haffner acerca del ascenso del nazismo, o la obra que próximamente disfrutaré de Laurence Rees acerca de Auschwitz, me envuelven en un ambiente terrorífico que arroja luz sobre los oscuros recovecos del ser humano.

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Volveremos sobre Hannibal cuando la termine, pero mientras pienso en la desresponsabilización ética de los agentes sociales, en el autocontrol de las pulsiones y en la manifestación patológica de la civilización occidental que significó la Shoah. Todo ello se ve en el nazismo, se ve en estudios y en periodos que todo historiador trabaja, en las noticias que contemplamos a diario. ¿Hasta qué punto habremos perdido la capacidad de sentir? O más bien: ¿es necesario perder esa capacidad para poder afrontar con entereza estudios de tal tipo, producciones de esta naturaleza?

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Tony Soprano

Tony Soprano no pierde presencia: enfundado en un traje caro o con su tradicional bata blanca de estar por casa aparece majestuoso en la escena; su figura todo lo inunda, cuando está alegre y cuando está encolerizado, cuando abraza y saluda y también cuando sacude. Ha venido para quedarse: su magnífica interpretación durante seis temporadas en Los Soprano —que he logrado finalizar con gran placer— quedará siempre en nuestra memoria como una de las mejores caracterizaciones de un personaje con resquicios mentales y recovecos insospechados. Mírenlo: ahí en su piscina en el primer capítulo, con sus patos migrantes, con una sonrisa infantil que ejemplifica lo más parecido a la felicidad, llamando a su querida y cálida familia… Carmela no lo entiende, no sabe qué significan esos patos para él; Anthony Jr. está cansado de su figura amenazante, Meadow de su represión. Es la doctora Melfi, tras su ataque de pánico por la triste huida animal, quien actúa como pozo sin fondo de sus contradicciones, de sus anhelos, frustraciones y temores; es ella quien, temporada tras temporada, teje de forma paralela el personaje de Tony, el gran T. La ausencia que me ha causado el final de esta serie es muy grande y no logro olvidar el “Don’t stop believing” de The Journey. La vida continúa, con o sin patos, con un final u otro. Volveremos a esta obra de referencia.

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